Por: Gabriela Atencio
Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar.
Rainer Maria Rilke
Cuando Platón describió al logos como zoon, ser vivo que nace, crece y se reconoce en la physis, daría lugar a pensar quién engendró a este animal, la palabra. Para eso, recordemos que en el génesis cristiano al dios-padre inicial solo le bastó hablar para que los seres y las cosas evocadas nacieran a su vez. Por tanto, el padre de la palabra debería ser un sujeto que hable; y el acto de escribir, implicar su muerte.
En El amor ha parido una luz terrible, Hilsa Rodríguez aborda la paternidad como una presencia ominosa, una voz que llena de grietas el alma. Con su ausencia, el padre ha condenado al sujeto poético y en sus apariciones le ha conducido por los orígenes de la violencia, tatuando en sus orejas el maltrato. La palabra es un hijo que puede llegar a ser destruido sin la presencia ni el respaldo de un progenitor que responda por él. Este camino de destrucción que provoca el progenitor innoble se observa a lo largo del poemario. Sin embargo, la escritura, ese apuro del huérfano, abre la posibilidad de una subversión parricida, que se ejemplifica en los versos finales de “Perturbación”, poema que abre el libro: “hoy he soñado que he matado a mi padre y su alma me persigue constantemente”.
Además de escribir, Hilsa dedica su tiempo a la fotografía. Este dato no resulta gratuito al interpretar su propuesta, donde imperan las perspectivas-ángulos, el ejercicio de la memoria y los fantasmas. En La cámara lúcida, Roland Barthes postula dos conceptos interesantes del argot fotográfico: el punctum y el espectrum. En toda fotografía hallaremos un componente inherente, el studium, que es todo elemento que se percibe fácilmente por la cultura. Sin embargo, el punctum –que no aparece frecuentemente– es aquello inquietante que viene a buscarnos, lo que finalmente hace que una imagen nos hiera. Entre las maneras de acercarse a la fotografía, Barthes se refiere al spectrum como lo fotografiado relacionado a través de su base léxica con el espectáculo y el espectro, el retorno de lo muerto. Entender estos conceptos es necesario para asimilar nuestros afectos por los cuerpos/realidades congeladas en papel, las que atesoramos con familiaridad y son lo primero que pensamos salvar de los desastres; porque queremos seguir siendo punzados/asediados por nuestras copias.
Las imágenes poéticas que Hilsa Rodríguez captura en su primer poemario adquieren solidez por su habilidad para generar fantasmas que hieren al lector con distintas encarnaciones del metal (daga, cuchillo, navaja, puñal). En un caso específico como “Ficción”, el espectro del no nacido, por otro lado, no necesita de un arma afilada para angustiar al lector, sino su inocencia: “mi niño […] es un óvulo que ya no danza ni canta entre la gente”.
La variante del amor, en este libro, es un animal que reúne los poemas en sus fauces y se niega a relajar su mordida. Konrad Lorenz, etólogo austriaco reconocido por sus estudios sobre la agresión, señala que los vínculos personales fuertes –como la amistad– solo aparecen en los animales de agresividad intraespecífica muy desarrollada. No asombra que el lobo, la bestia senza pace de Dante, animal feroz por excelencia, sea a su vez el más fiel de los amigos. El amor (eros) es esa fuerza superior que convierte en el último segundo la violencia en dulzura, y nunca antes del último segundo. Amar es querer y poder comer, y pararse en el límite. Por tanto, Hélène Cixous bien sentenciaría: “no hay amor más grande que el amor del lobo por el cordero que lleva y no se come”.
Recogiendo lo anteriormente expuesto, el amor es el triunfo sobre nuestros instintos de agresión; la cama, el lecho donde ceden nuestros mecanismos de defensa, donde nos mostramos vulnerables (donde dormimos/ convalecemos/ nos adentramos en las fauces del lobo). En El amor ha parido una luz terrible la cama recibe la óptica ominosa del amor vencido por las pasiones tristes y llega a ser testigo del trauma y la enfermedad en su devenir camilla. Por ello, Rodríguez sentencia: “la cama es una maldición”. Esta idea está desarrollada de manera audaz en la segunda sección “El amor es un cráter de ebullición”.
Mitificar el amor también podría llevarnos a negar nuestra condición animal, como un remedio para no sentirnos animales en celo. Esto no es un problema en la poética de Hilsa Rodríguez, por el contrario, existe aceptación y goce, como lo anuncia el poema “Alejandra”: “¿Qué hago con tanto amor? / Si así me siento sucia / imperfecta / destruida / ahí donde se retuercen los cerdos / donde te has bañado / y nos hemos tocado juntos / salvajes y obscenos”.
Asimismo, considero importante mencionar dos últimos aspectos del libro como la poética clínica, que se manifiesta concretamente en los poemas “Teratofobia”, “Fibromialgia” y “Nadir”; así como la crítica al sistema patriarcal que violenta a las mujeres en las calles además de extenderse en lo biológico, tal como lo reflejan los versos de “El silencio de una estrella polar”: “continúa la violencia en sus vientres cancerígenos/ brutal es caminar y no juzgarse la existencia”. Finalmente, en los versos: “La niñez / fracaso tras fracaso / fango desorbitante / hedor que se volvió poesía” encuentro la idea de que la escritura, a diferencia de otras artes miméticas, tiene su propio fracaso, pues no genera un fantasma, una copia de una realidad. Esto deberíamos considerarlo como un triunfo a su vez, ya que cada lector podrá interpretar un poemario como El amor ha parido una luz terrible desde su propio mundo, y estoy segura de que encontraremos –a lo largo de los muchos años que deseo que la poesía de Hilsa Rodríguez siga vigente–, interesantes, terribles y bellas realidades.

