La llaga en la palabra. Reseña de Carne cruda, de María del Carmen Yrigoyen

Hay algo de bestial en la idea de la carne cruda. El famoso antropólogo francés Lévi-Strauss, en su libro clásico Lo crudo y lo cocido (1964), nos muestra un análisis etnológico de mitos donde aparece la relación de lo crudo y lo cocido, y en medio, como paso de uno a otro, el fuego, y a partir del fuego, la cocina. Fuego y cocina conforman el contexto, entonces, que nos permite hablar de la cocción y lo cocido.

Pero en los mitos analizados por Lévi-Strauss no solo se habla de lo crudo vs. lo cocido, sino de la materia prima en cuestión: la carne. El fuego y la cocción permitieron que la carne sea adecuada para el consumo humano. La carne cruda no solo puede tender más rápidamente a la putrefacción, sino que sería una fuente de bacterias. Fuego y cocina serían así una etapa más (e importante) de la evolución de los pueblos. Y comer carne cruda en los mitos sugiere una vuelta a un orden primigenio, ya rechazado en un presente, digamos, más “civilizado”.

Entonces vuelvo a mi comentario inicial: hay algo de bestial o feral en la idea de la carne cruda. Ver a alguien comer carne cruda con la simple ayuda de las manos y los dientes podría remitirnos incluso a la idea de lo caníbal. Si el fuego y la cocina suponen el control sobre la carne y nuestros procesos de ingestión, la carne cruda supone el paso previo a ese control.

La poesía, por su parte o por otro lado, está directamente relacionada con el lenguaje. Más allá de que podamos incluir en una definición de poesía la idea de silencios o del no-lenguaje, lo cierto es que el lenguaje de alguna manera está en la noción misma de poesía. No lo está necesariamente la comunicación, el acto de comunicar algo. La poesía sería un trabajo con el lenguaje mismo, sin el objetivo necesario de comunicar un mensaje, porque ya el hecho de querer comunicar algo es jugar a la ilusión de que podemos hacerlo: de que podemos comunicarnos, de que podemos controlar el lenguaje. La poesía nos recuerda (1) los límites del lenguaje y (2) que el lenguaje es una experiencia que supera nuestro afán comunicativo. Las imágenes de la poesía están más cercanas a las del sueño y, por tanto, a la experiencia del inconsciente.

¿Cómo congenia entonces Yrigoyen poesía con la idea de carne cruda? En su poema “Tiempo” (p. 15), la autora escribe la siguiente ecuación: LA POESÍA ES CARNE CRUDA. Y lo escribe así, en mayúsculas. Aquí radica, por supuesto, el aspecto esencial del poemario de Irigoyen: una revisión crítica de la cocción del lenguaje o de su artefacción. Y esto lo podemos observar a lo largo de todo el poemario pero llega, en mi opinión, a su punto más alto en el último poema, “Fiebre cerebral” (p. 91), donde, por ejemplo, elimina los signos de puntuación. La disposición versal que había dominado los poemas de las secciones anteriores es revertida hacia una disposición en prosa. La prosa comúnmente (y este libro no es uno común), al no contar con un ordenamiento basado en versos, cuenta con, más bien, los signos de puntuación. Y la autora los ha eliminado en el último poema en prosa. Si el verso nos permite aproximarnos al poema mediante unidades significantes (el verso), en este último poema “Fiebre cerebral” ya no contamos con estas unidades. Y, así, nos enfrenta a comer esta carne sin la cocción que esperamos en un restaurante si pedimos, por ejemplo, un filete.

Ahora bien, el arte de este bello libro no se reduce a la ausencia de los signos de puntuación (me parece que casi ninguno de sus poemas cuenta con signos de puntuación, excepto algunos pocos paréntesis y algunos pocos signos de exclamación). Va más allá. Veamos.

El poemario está compuesto por tres secciones: Aéreos, Subterráneos y Submarino. Esta elección de subtítulos ya nos sugiere que hay un viaje de ascensión (Aéreos) y luego hay un descenso (Subterráneos). Aunque el libro no está anclado a esta relación arriba-abajo, sí juega con esta. Pero además nos ofrece tres espacios, a modo de los viajes hechos a tres estadios (pensemos por supuesto en la Comedia de Dante, Paraíso, Purgatorio, Infierno). Aéreos, Subterráneos y Submarino (me gusta pensar que Submarino sería el Purgatorio) constituyen fases de este viaje. De hecho, la tercera parte, Submarino, está compuesta por un solo poema, precisamente “Fiebre cerebral”, que comentamos hace un momento. Para llegar a este punto, la autora nos lleva por un viaje que inicia en la sección Aéreos (pp. 7-45), donde hallamos una presencia constante de elementos precisamente “aéreos”: albatros, alado, aletea, cuculíes, odonatos, libélulas, alas, entre varios otros.

En Aéreos, empieza con el poema “Levitación” (p. 9), que ya nos advierte el ascenso, pero también aparece un tipo de verbo al que quiero dar valor: “atraviesa” (“Un haz de luz atraviesa mi mano”, primer verso). Este ascenso se va desarrollando hasta que llegamos al poema “Tiempo” (p. 15): “El reloj ruge” / […] / “y el viento del noreste / cercena mis tobillos”. Aquí aparece el tiempo externo (el reloj), no uno interno, pero además se plantea la separación del suelo a través del verbo “cercenar”. Justo después de este poema, aparecerá, por otro parte, el primer poema sin título (hay tres sin título, los tres en esta primera sección).

Y entonces la propia identidad comienza a desvanecerse, a difuminarse: “Solo ellos saben dónde se escurrió mi reflejo” (“Guía”, p. 19), “Mi cráneo sin rostro” (“Sin plumas”, p. 41). De hecho, aunque en Aéreos es un sujeto poético sobre todo observador, lo que a veces se observa no está frente a nuestros ojos, sino detrás de estos: “Detrás de mis ojos / se alzaba la arena” (“Motor a dos tiempos”, p. 27), poema que conviene relacionarlo con el poema “Incertidumbre” (p. 69), ya de la sección Subterráneos:

       Detrás de mis ojos

       se enciende una luz            una espada

En otro poema de la sección Aéreos, “Antigravedad” (p. 35), el tiempo también se desvanece:

       El picaflor flota

       Entre los arbustos

       el tiempo no existe

       Detrás de la puerta

       se trenzan los molles

       sin que tengamos palabra

El verso final “sin que tengamos palabra” nos plantea una crisis del lenguaje. De hecho, este verso nos remite a este otro de “Nubes” (p. 43): “En el cielo gobierna / un océano sin nombre”. Y en el poema “Instintos” (p. 39) leemos: “Y yo cuelgo // mi garganta / en tus dedos”.

Vemos entonces que la primera parte del poemario, dominada por una atmósfera plagada de aves, nubes, cielo, luz, supone a la vez el desvanecimiento del tiempo, de la identidad y del lenguaje, las coordenadas que nos ayudan a definirnos. Nuestros escudos caen, cercenados, atravesados por la luz, atravesados, deconstruidos. Esa luz que nos libera es la misma luz que nos hiere. O quizás al revés: esa luz que nos hiere es la que a la vez nos libera. Herida y liberación.

El último poema de Aéreos es “Retorno” (p. 45), en cuyos últimos versos, con los que cierra esta sección, leemos lo siguiente: “Las flores // puedo olerlas de nuevo”. Volvemos con la voz poética al suelo. Y entramos a la segunda sección del libro: Subterráneos (pp. 47-89). Y si en Aéreos los odonatos le dicen a la voz poética “sígueme” (“Guía”, p. 19), en Subterráneos es un hoyo el que llama a la voz poética: “Ningún signo   ninguna alerta / solo un hoyo magnífico // llamándome” (“Cita”, p. 49). Es interesante, además, que esta sección Subterráneos inicie (y continúe) con muchas negaciones. Y aparecen ahora flores, lilas, grillos, lagunas, escarabajos, murciélagos, esqueletos, hoyos, sótanos, ratas, pozos, lápidas. Se apagó la luz. Hay un hundimiento. Pero siguen las heridas y la identidad se complejiza: “Por educación   me arranqué la cara” (“Doble”, p. 59). Esta escisión se mantiene en el poema “Imprudencia” (p. 73): “Mi espíritu // con sus serpenteantes tentáculos // me arrojó por un ducto // Cómo le estorbaba”.

En “Ecos” e “Invasora” (poemas seguidos), continúa con la idea de la herida pero específicamente en los ojos: “Dos murciélagos incrustan / sus colmillos en los ojos” (“Ecos”, p. 61) y “El aire penetra los ojos llenos de tajos” (“Invasora”, p. 63). Y continuando con los ojos, el poema “Silencio prolongado” (p. 71) nos presenta a los ojos cerrados no por voluntad propia, sino de manera pasiva: “y una cascada estricta / me prohíbe abrir los ojos”. El carácter contemplativo de la primera sección Aéreos muta a un tipo de contemplación de otro orden. El sujeto está describiendo un entorno subterráneo, pero ha superado ya lo meramente visual.

Y en este marco, aparecen entonces títulos que nos advierten de sujetos dobles, escindidos: títulos de poemas como “Doble”, “Ecos”, “Invasora”, “Acecho”. En este último poema, por cierto, leemos el siguiente verso: “Dos obesos entierran los dedos” (“Acecho”, p. 65). Podemos unir este verbo “entierran” con los verbos “incrustan” y “penetra” de los versos que acabamos de leer de “Ecos” e “Invasora”. Incrustración, penetración, entierro: atmósfera clave de estos poemas Subterráneos.

El poema “Acecho” trata sobre una preparación (embutidos, aderezar). Y, como hemos visto, nos trae el verbo enterrar, verbo que podemos enlazar con un verso de “Hueco” (p. 79): “cavo cataratas”. La atmósfera tanática, la atmósfera de muerte, está ahí presente, que se remarca con la idea de oscuridad y de la lápida en “Trampas” (p. 81) y “Bucle” (p. 83): “Mis mañanas siempre oscuras” (“Trampas”); “Desnuda / soy frío             garúa / palabras al viento / una lápida” (“Bucle”).

Y detengámonos otra vez en títulos como “Hueco”, “Trampas” y “Bucle”: Subterráneos está marcada por la sensación de no poder salir. Hemos pasado del sueño a la pesadilla; de la herida que libera hemos pasado a la herida que nos recuerda nuestra mortalidad. Que somos carne cruda. Que detrás de esta artefacción, de esta cocción de lo civilizado o controlado, palpita carne cruda.

Pero no termina aquí esta sección. De hecho, el último poema de Subterráneos es “Laberinto” (p. 89). Recordemos que el último poema de Aéreos, “Retorno” (p. 45), nos presenta a “Un viento ebrio” (primer verso de “Retorno”) y se produce el descenso hacia las hojas, las flores y, como vimos, al hoyo, los escarabajos, el pozo, la lápida. “Laberinto”, último poema de Subterráneos, menciona, más bien, a “un viento frío // tibio       calmo y tibio”. Y añade: “No era viento            era mordida”. Pero luego, y esta vez con voluntad, se deja ir: “Entonces           solté el hilo / ¡Qué importaba perecer!” (este verso está entre signos de exclamación por cierto, uno de los pocos signos de puntuación del poemario). “Laberinto” muestra, además, incertidumbres acerca de lo que rodea al sujeto poético: “No eran ojos sino un laberinto azul”, “No era viento            era mordida”. Y la identidad del sujeto escindida, descompuesta:

       No eran ojos sino un laberinto azul

                                                                   lleno de ojos

       Tantos que también estaban los míos

Y pasamos entonces a la última sección Submarino, compuesto por un solo poema, “Fiebre cerebral” (p. 91), escrito en prosa y sin signos de puntuación. En esta última sección, Submarino, hay un cambio en la disposición del encabezado y las páginas. No puedo saber las razones de este cambio (quizás haya sido una razón de índole editorial, no lo sé), pero me parece que el resultado, sea cual sea la razón, es muy sugerente. Es el único subtítulo en página par (a la izquierda) y a mitad de página. Submarino ya no responde al viaje. Es un estado al cual se ha llegado. Además, no está en plural, sino en singular, lo que nos sugiere que los títulos de cada sección funcionaban como adjetivos de los poemas: poemas aéreos, poemas subterráneos, poema submarino. La sección Submarino está compuesta, como indicamos, por un solo poema y aparece como un estado de la voz poética vinculado con lo somático: “verbo desencarnado”, “toda plegaria es lengua muscular y maldita”. El lenguaje abandona, así, la función comunicativa y vuelve a ser lo feral: lo muscular, lo maldito. El poema (y el poemario) termina así: “… y no soy más que un gemido sudario”. La garganta se menciona en este mismo poema: “… una espada que sigue su trayectoria danza por mis vísceras y sube a mi garganta cercenándome” (en el poema “Instintos” —p. 39— ya había una referencia a la garganta: “Y yo cuelgo // mi garganta / entre tus dedos”). Entonces, lo que sale de la garganta es un gemido e inteligentemente la autora le coloca como adjetivo el sustantivo “sudario”, la tela que se coloca sobre el rostro de una persona muerta. El gemido se vuelve sudario. Eros y Tánatos convergen, de este modo, en esta bella imagen: gemido sudario. Hay algo tanático en la experiencia del sujeto poético, donde todo se vuelve noche y muerte pero con la dinámica del sueño y de lo erótico.

Carne cruda, no cocida, no adecuada a la más fácil digestión que permite la cocción, la carne cocida. Lo crudo sugiere la vuelta a lo “original”, lo “precultural”, incluso lo atávico. Y la idea de carne nos recuerda lo orgánico, lo vivo y lo muerto, lo visceral. Leer Carne cruda de María del Carmen Yrigoyen significa una experiencia a un lenguaje que, aunque trabajado y ordenado, aún mantiene algo de eso crudo de la poesía. Más que a un propósito comunicativo, responde a la necesidad de una experiencia del lenguaje con tensiones internas que se manifiesta en la voz poética. O quizás dicho de otro modo: el lenguaje como una herida de la cual nos alimentamos.

Jueves 16 de mayo de 2024

Centro Cultural Ricardo Palma, Municipalidad de Miraflores

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